lunes, 2 de noviembre de 2009

on the boat

Entonces me senté. Y fumé. Pensaba en la razón que hacía a la gente egoísta. Pensaba en lo terrible de la soledad impuesta, del recuerdo perdido. En la inquebrantable cadencia del tiempo. En lo implacable de su discurso.

De repente abrí los ojos. Y los vi. Eran el reflejo de lo que yo buscaba. Ahí estaban. Blanco y negro. Inmutables en el impasible frío inglés, la vida se cebaba en ellos a medida que mi cigarro se consumía en mi boca.

(A veces pienso si soy yo el que consume la vida, o si es la vida la que me consume a mí.)

Mientras esto sucedía en la cubierta del barco, bajo ellos el camarero se apuraba a recoger las últimas cajas. La parsimonia de su hacer, sedimentado en el tiempo, me distrajo un momento de lo que pasaba más arriba. Muy poco más arriba. Una delgada plancha de hierro separaba a la pareja del camarero. Tres, acaso cuatro centímetros que delimitaban un mundo frente a otro. Yo, fuera del barco, a escasos dos metros de la escena, era un observador privilegiado. (Las fronteras son un fenómeno fascinante. Una delgada línea que separa vidas, que parcela el mundo. Como los cajones parcelan la ropa en los armarios.)

Al desplomarse en el suelo, las lágrimas afloran en su cara y se da prisa en cubrirla con sus manos. Entonces otras manos, blancas, se posan en su espalda, comprensivas, cariñosas, elocuentes. Hay veces que las palabras sobran. O faltan.

A unos metros de ellos, en la cubierta, una chica contempla la situación y me lanza una mirada cómplice, triste, inútil. Imposible. Los chicos dejan el barco y se sientan a unos metros de mí, en el muelle, en silencio. El camarero termina de recoger mientras otro camarero se acerca a él y comienza a hablarle. Siento que las fronteras se han disuelto. Tiro mi cigarro y entro de nuevo al barco. No sin antes pensar que la vida es fortuita. Que en estos dos minutos, acaso uno, ha seguido avasalladoramente su curso. Que aunque estemos cerca, estamos solos. Que las fronteras no nos dejan ver más allá de la puerta de nuestra casa. Cuando cada uno siguió su camino, y yo el mío, me di cuenta de que pude por un momento ver la vida desde fuera. Lo que no sé es si alguien me observó a mí. Si alguien vio mis miedos, mis manías, mi desconfianza y mi terrible capacidad de misericordia, de piedad. Mi atroz esperanza en los hombres y las mujeres. El temblorcillo que sigue cosido en la boca de mi estómago.

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